miércoles, 16 de septiembre de 2009

El gordo Bugui

El Chevallier no llegaba más. Habíamos llegado a la conclusión de que ese bondi no era un lechero sino un tambo. Llegar a Tucumán era como llegar a Europa nadando y encima tenía que soportar unas veinte horas escuchando al Negro cantar:
-Y… Chevallieeeeeer… La Cocha, La Cocha, La Cocha de su maaaaaadre. –Aunque no me quejo, me colgaba yo también y cantábamos juntos.
A eso de las cuatro de la tarde ya estábamos disfrutando de los mates de Doña María con unos cincuenta grados a la sombra, pero nada importaba, ya eran vacaciones. Como solamente íbamos a estar ahí unos días, esa noche era la única de Sábado como para descontrolar un poco.
-Hagamos algo pero tranquilo que el viaje nos liquidó.
-Mirá, podemos ir hasta el pueblo, comemos algo por ahí, tomamos unas birras y nos vamos a una bailanta. –Comenta Ari.
Llegada la noche vamos hasta Aguilares y buscamos un lugar para comer y tomar algo. Pedimos unas hamburguesas, choris, tamales y cerveza, hasta que llegó la hora de enfilar para la bailanta. Ahí viene el dueño:
-¿Ustedes son porteños?
-Si, ¿por?
–Lo comentamos en vos baja porque somos concientes del odio que nos tienen en el interior.
-¿Van a salir?
-Si, nos dijeron que hay una bailanta y queremos ir a ver que onda.
-¿Ustedes? Flacos, son porteños, de ahí salen tajeados, sin dudas.

Lo había dicho con un nivel de seriedad tan grande que pensamos al respecto y desistimos de la idea.
-Si quieren, yo les puedo decir de un boliche copado donde no van a tener problemas.
Termina de comentarnos y rápidamente se postula para llevarnos en su auto porque tenía que ir para ese lado. Lógicamente aceptamos y cuando arribamos al lugar nos dice:
-Loco, pásenla bien. Cualquier cosita, saben donde encontrarme. Soy el gordo Bugui. –Se presentó cual capo mafia mientras su mandíbula bailaba al ritmo de la cumbia colombiana.
El lugar no era nuestro estilo. Era el típico boliche frecuentado por la oligarquía tucumana, pero sus precios no decían lo mismo. Las chicas, diviiiiinas.
-Che, muchachos, el Branca está siete mangos. –Mi cara de felicidad era tal que estaba dispuesto a dejar todo mi dinero en esa barra.
Uno, dos, tres, cuatro, innumerable cantidad de fernet y vino. Baile va, baile viene, chicas van, chicas vienen. Tengo el leve recuerdo de comentarle a una cuarentona toda recauchutada, “nooooo, vos tenés 24 como mucho, no te hagas la mayor”. Y de repente:
-Nooooo, loco, en el medio de esa pista hay un toro mecánico. –Creo que no había terminado de decir la frase que el Negro lo estaba montando.
Se ve que el muchacho que lo manejaba disfrutó mucho de nuestro nivel etílico y de nuestra condición de porteños porque no duramos mucho ahí arriba.
Y cuando estábamos en el punto más alto, se prenden las luces, se apaga la música y la gente comienza a retirarse sin disturbio alguno. ¡Loco son las cuatro de la mañana! No quedó otra que emprender la retirada mientras enchufadísimos preguntábamos “¿dónde sigue esto?”. No se donde seguía, pero yo terminé abrazado a un poste de luz.

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